De los muchos relatos sobre la resistencia a la guerra durante la Primera Guerra Mundial, hay pocos más angustiantes que la historia de cuatro Huteritas que fueron encarcelados en Fort Leavenworth en 1918.
Los Huteritas, descendientes de un numeroso grupo de campesinos austríacos que se separaron de la Iglesia Católica en el siglo 16, vivían en comunidades autosuficientes, poniendo su lealtad a Dios por encima de su lealtad de los hombres.
Siendo pacifistas, se negaban a luchar en toda guerra, a ocupar cargos públicos, y hacer juramentos.
En los siglos 16 y 17 fueron martirizados en millares, pero en el siglo 19 habían emigrado a Rusia, donde vivieron pacíficamente hasta finales de 1800. En ese momento, se derogó la exoneración especial del servicio militar, y se les dio seis años para liquidar sus asuntos y salir del país. Howard Moore (que conoció a los cuatro hombres cuando eran prisioneros en Fort Leavenworth) escribió lo siguiente:
¿Qué podría haber sido más lógico para sus líderes que pensar en los Estados Unidos, tierra de la libertad, un país que había sido fundado en base al principio de la libertad individual de conciencia? Una nación establecida por hombres que huyeron de los cuatro confines de la tierra para escapar de la persecución religiosa y que después de haberse establecido, siguieron recibiendo a todos los que quisieron venir a este continente para practicar su fe religiosa libres de persecución.
Para 1874, la mayor parte de los Huteritas se había trasladado a Dakota del Sur y comenzado nuevas comunidades, o colonias. Durante cuarenta y cinco años vivieron en relativa paz.
Pero esa paz fue quebrada por la Ley de Conscripción de Wilson, y para el verano de 1918, cuatro Huteritas del estado de Dakota del Sur habían sido reclutados por el ejército contra su voluntad.
Joseph, Michael y David Hofer eran hermanos de sangre. Junto con un cuñado, Jacob Wipf, se les ordenó presentarse en Camp Lewis, Washington, el 25 de mayo. Sin embargo, como se oponían al servicio militar por motivos de conciencia, se negaron a cooperar, incluso con los procedimientos básicos de inducción.
Por lo tanto fueron considerados prisioneros de guerra y sometidos a disciplina militar. La persecución comenzó de inmediato.
Ya en el viaje en tren hacia el campamento, otro grupo de hombres jóvenes que se dirigía a la inducción agarró a los cuatro Huteritas y trató de cortarles el pelo y la barba. A su llegada, los Huteritas se negaron a prometer obediencia a las órdenes militares, incluso a pararse en formación, y ponerse los uniformes que se les entregaban. Por esto, fueron arrojados a una prisión donde los mantuvieron durante dos meses antes de ser condenados por un consejo de guerra a treinta y siete años en la prisión militar.
Después del juicio fueron transferidos, encadenados de manos y pies, a Alcatraz, la prisión en el área de la Bahía de San Francisco. Allí les quitaron la ropa a la fuerza y los obligaban a ponerse uniformes militares. Cuando se negaron, los llevaron a un calabozo donde el agua bajaba por las paredes viscosas y corría hacia afuera por el suelo de roca desnuda. La oscuridad, el frío, y el hedor eran insoportables. Les arrojaron encima los uniformes y les dijeron, “¡Si no ceden, se quedarán aquí hasta que mueran, igual que los cuatro que arrastramos hacia afuera ayer!”
Temblando, vestidos solamente con su ropa interior, los prisioneros eran obligados a dormir en el suelo húmedo y frío sin mantas. Durante los primeros cuatro días y medio no se les dio nada de comer y recibían sólo medio vaso de agua cada veinticuatro horas. En los próximos dos días, los encadenaron por sus manos a barras de hierro por sobre sus cabezas para que sus pies apenas tocaran el suelo. Allí eran golpeados con palos, y Michael se desmayó.
Luego los separaron uno del otro para impedir que se comunicaran. David más tarde escuchó a Jacob gritando: “¡Oh, ten misericordia, Dios todopoderoso!”
Cuando los sacaron de la mazmorra a un patio donde estaban otros presos, tenían eczemas y escorbuto y tenían muchas picaduras de insectos. Sus brazos estaban tan hinchados que no podían ponerse el saco. En total no habían comido durante seis días. Finalmente les dieron de comer pero luego los retornaron a sus celdas, donde permanecían encerrados las 24 horas del día, con solo una hora los domingos durante la cual se les permitía pararse en el patio, bajo fuerte custodia.
Soportaron este tratamiento durante cuatro meses hasta que fueron encadenados otra vez para ser llevados hacia el este, a Fort Leavenworth, Kansas. Cuatro días más tarde llegaron a Kansas a las once de la noche y fueron llevados por las calles como cerdos, empujados por los guardias que les gritaban empuñando sus bayonetas. Luchaban para tratar de conservar en sus manos esposadas su Biblia, la bolsa y el par de zapatos que les habían dado.
Después de ser obligados a correr cuesta arriba hasta las puertas de la prisión, los hicieron desvestir en el frío aire invernal y esperar empapados en transpiración que les trajeran el uniforme de prisioneros. Durante dos horas estuvieron temblando desnudos hasta que a la 1:30 de la madrugada llegaron sus ropas. Se enfriaron hasta los huesos. A las 5:00 am, fueron llevados fuera de nuevo y obligados a quedarse parados en el frío viento.
Joseph y Michael se desmayaron de dolor y fueron llevados a la enfermería. Jacob y David se mantuvieron firmes, pero se negaron a unirse a un destacamento de trabajo y así fueron puestos en confinamiento solitario. Encadenaron sus manos a barras de hierro y tuvieron que permanecer en esa posición durante nueve horas cada día, con solo pan y agua para comer. Después de dos semanas empezaron a recibir comidas ocasionales.
Jacob Wipf logró enviar un telegrama a las esposas de ellos y éstas viajaron de inmediato a Leavenworth.
Partieron de sus hogares en la noche, dejando atrás a sus pequeños hijos. El ferrocarril sin embargo les vendió pasajes a la estación equivocada y se retrasaron un día entero, de modo que cuando las mujeres llegaron finalmente a Leavenworth, alrededor de las 11:00 pm, encontraron que sus maridos estaban cercanos a la muerte y apenas podían hablar.
A la mañana siguiente, Joseph Hofer estaba muerto. Le dijeron a María, su esposa, que el cuerpo ya había sido colocado en el cajón y no podía verlo. Pero ella insistió con los guardias que le permitieran llegar al comandante y rogarle permiso para ver a su esposo por última vez. Le otorgaron el permiso pero ella no estaba preparada para lo que vio a través de sus lágrimas. El cuerpo sin vida de su amado esposo había sido vestido con el uniforme militar.
Joseph se había mantenido fiel hasta el final, y se burlaban de él en su muerte. Michael Hofer murió apenas días después.
Ante la insistencia de su padre habían permitido ponerlo en el cajón vestido con sus propias ropas. David Hofer fue llevado de vuelta a su celda y encadenado a las barras. No podía ni secarse las lágrimas que caían por sus mejillas todo el día. A la mañana siguiente, con la ayuda de un guardia que cooperó, David mandó un mensaje al comandante solicitando que lo colocaran en una celda vecina a Jacob Wipf.
El guardia volvió una hora más tarde y le dijo a David que empacara sus cosas porque lo iban a dejar libre inmediatamente. David al principio no lo creyó, pero dejó un breve mensaje para Jacob y se preparó para salir. No está claro cuál fue la razón para esa repentina liberación, pero es probable que rumores de la muerte de sus hermanos se filtraran, y a la prisión le preocupó que se volvieran mártires a los ojos de la población.
Pronto después, el 6 de diciembre de 1918, el Secretario de Guerra emitió una orden prohibiendo poner esposas y encadenar, y otros brutales castigos hacia los prisioneros del ejército – un gesto político para contrarrestar la creciente publicidad negativa.
En realidad, la batalla de Jacob continuó. Cuando dos Huteritas lo visitaron en Leavenworth cinco días más tarde, lo encontraron en prisión solitaria, sus manos todavía encadenadas a las barras de hierro nueve horas al día. Continuaba a pan y agua y durmiendo en el piso de hormigón, aunque le habían dado varias mantas. En un mensaje a su familia escribió:
Algunas veces envidio a los tres que ya fueron liberados de su dolor. Entonces me pregunto: ¿por qué la mano del Señor cae tan pesada sobre mí? Siempre he buscado ser fiel y he trabajado duro, y he tratado de no ocasionar ningún problema a la comunidad. ¿Por qué debo continuar sufriendo? Pero entonces me viene un gozo, que me hace llorar de alegría cuando pienso que el Señor me considera digno de sufrir un poco para sus propósitos. Y debo confesar que comparado con experiencias previas, vivir aquí es como vivir en un palacio.
Los prisioneros recibieron tablones donde dormir, y las condiciones mejoraron gradualmente mientras el Departamento de Guerra continuaba recibiendo peticiones en favor de los hombres. Jacob Wipf permaneció en la prisión por cuatro meses más, y para fines del año, la gran mayoría de las colonias Huteritas emigró a Canadá para evitar más persecución, incluyendo vandalismo de parte de sus vecinos por negarse a comprar bonos de guerra.
Adaptado de Hell, Healing and Resistance: Veterans Speak, por Daniel Hallock, (Plough Publishing House, 1998), pp. 247-250 y de Hutterite CO’s en WWI: Stories, Diaries and other Accounts from the United States Military Camps (Spring Prairie Printing, 1996).
Enviado por Charles Moore.